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Nacionales PP.Catalans, Estado español :: 30/09/2017

2 de octubre

Manuel Castells
¿Cómo puede ­esperarse que una negociación entre políticos pueda restañar las heridas profundas de un pueblo humillado en su dignidad?

"En el día de hoy, cautivo y desarmado el independentismo catalán, las tropas constitucionales han alcanzado sus últimos objetivos. La sedición ha terminado. Madrid, 1 de octubre de 2017”. Tal podría ser el arranque de un reality show que intentara reflejar el deseo íntimo de los dirigentes del PP y de Ciudadanos, de algún histórico del PSOE y de ciertos medios jurídicos. La alegoría es obviamente exagerada porque no hay armas [largas]. Pero conecta con las imágenes de columnas de la Guardia Civil partiendo marciales a la reconquista de Catalunya desde diversas ciudades de la geografía carpetovetónica entre vítores a España y gritos de “a por ellos”. Incluyendo despedidas en locales de la Benemérita. Y se relaciona con la ausencia de protección policial a la asamblea de cargos electos democráticos en Zaragoza asediados por cientos de nazis, por falta de efectivos, destinados al frente de Barcelona.

En ese contexto no parece del todo incoherente el pasado falangista, evidenciado fotográficamente, de Albert Rivera, instigador de una represión desmesurada. Como dijo Pedro Sánchez, hay que dejar atrás la ley del más fuerte y apelar al diálogo. Porque aunque se impusieran las medidas de fuerza ordenadas por el TSJC y la Fiscalía, no se apaciguaría el grave conflicto que estamos viviendo, sino que se ahondaría la fractura social. Entre Catalunya y España, en Catalunya y también en España. Apelar a una Constitución que muchos ciudadanos ya no reconocen y que la derecha se resiste a reformar es seguir con el ordeno y mando como forma de gobierno. Una vieja tradición española que socava la convivencia en un país que, quiérase o no, es plurinacional, como sostienen PSOE, Podemos y PNV, entre otros. Tiempo habrá de depurar responsabilidades sobre quién es más culpable de la profunda crisis constitucional que ha quebrantado el Estado español.

Es malintencionado señalar a la Generalitat por su insis­tencia en un referéndum democrático como causa del conflicto sin recordar que los Parlamentos catalán y español aprobaron en el 2010 un Estatut de Autonomía masivamente refrendado por un voto legal en Catalunya. Y que fue el recurso del PP a un Tribunal Constitucional, sesgado en sus opiniones, lo que llevó a judicializar la política y negar la soberanía popular, recortando autonomía en una provocación a la voluntad mayoritaria de los catalanes. No vale referirse a la utilización electoral de la ex-CiU de la indignación popular sin contabilizar el proyecto deliberado de la derecha (PP y Ciudadanos) de fundar buena parte de su base electoral en el anticatalanismo. Ese sentimiento que ahora se achaca a las buenas gentes de Andalucía o de Madrid tras haber sido azuzados y manipulados por medios de comunicación al servicio de los ­poderes de siempre, sin olvidar que ­algunos medios públicos catalanes ­cayeron en la tentación de pagar con la misma moneda.

Los historiadores harán la crónica y la crítica de este lamentable proceso en el que las aspiraciones nacionales legítimas de muchos catalanes fueron despreciadas y humilladas hasta exasperar la confrontación. Para, al final, recurrir a esa ley de la fuerza que rechaza la izquierda, desde Pablo Iglesias hasta Pedro Sánchez, al igual que el nacionalismo vasco y el nacionalismo gallego. Pero esas son preguntas y respuestas para el futuro. Porque, como la historia aún no está escrita, la cuestión candente no es cómo se llegó a este 1 de octubre de colegios cerrados, independentistas detenidos, miles de ciudadanos en la calle buscando espacios de democracia, mossos desgarrados en su conciencia y guardias civiles obedeciendo órdenes y ocupando militarmente todo un país.

La cuestión es qué pasa el 2 de octubre. Las propuestas mejor intencionadas hablan de comisiones parlamentarias de reforma de la Constitución, de negociaciones con el soberanismo catalán (y vasco de paso), de tregua a cambio de concesiones presupuestarias y competenciales. Pero ¿cómo puede ­esperarse que una negociación entre políticos pueda restañar las heridas profundas de un pueblo humillado en su dignidad? Porque se habla de una Catalunya dividida, pero la división se refiere a la independencia, no al derecho a decidir en un referéndum, una opción apoyada por tres cuartas partes de la población. El pisoteo brutal de esa aspiración mayoritaria no permitirá una vuelta a la normalidad como si nada hubiera pasado.

El 2 de octubre no empieza la negociación, sino la resistencia pacífica de quienes quieren votar. Y no sólo de esa CUP magnificada y demonizada por los medios de Madrid. Sino de centenares de miles de ciudadanos que no se van a rendir tan fácilmente, aunque su esfuerzo parezca fútil. Preveo que en dos tercios de los mu­nicipios catalanes se arriará la bandera española. Y habrá universidades ocupadas, acampadas sembrando el espacio público, edificios oficiales bloqueados, calabozos asediados, carreteras cortadas, comunicaciones perturbadas, intentos de huelga general, aquí y allá, según los humores, la represión y la indignación. Y con una opinión pública internacional que empieza a movilizarse, sobre todo entre miles de jóvenes enamorados de Barcelona. Mis estudiantes en EEUU me preguntan cómo ir a defender Catalunya, como si fueran las Brigadas Internacionales. Claro que yo los calmo y les digo que simplemente envíen mensajes. Pero la tormenta se hace global: una nueva causa alienta a los jóvenes amantes de la libertad. Sobre todo si el amigo de Rajoy se llama Trump. Y todo eso contando con que no haya un desmadre de la policía, hasta ahora disciplinada, que ocasione muertos y heridos. Porque ahí todo puede pasar.

Pero tal vez no llegue ese 2 de octubre. Si el 1 de octubre apareciese un destello de clarividencia en Madrid y se negociaran condiciones de una votación de gentes que sólo quieren decir lo que quieren ser, podríamos volver a mirar al futuro sin temer al pasado.

La Vanguardia

 

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