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Nacionales PP.Catalans, Estado español :: 09/06/2022

¿Cómo detener a la extrema derecha?

Laura Aznar
Conversación con Jordi Borràs y Miquel Ramos :: Que la gente asuma que los ataques de la extrema derecha son contra nuestros vecinos, son contra todo el pueblo, y tome partido

Con un mes de diferencia, el fotoperiodista catalán Jordi Borràs (Barcelona, 1981) y el periodista valenciano Miquel Ramos (Valencia, 1979) han publicado sus últimos libros.

Todos los colores del negro (Ara Llibres), de Borràs, y Antifascistas (Capitán Swing), de Ramos, se convierten en las dos caras de una fotografía: el crecimiento de la extrema derecha y los movimientos que se han articulado desde mitad de los ochenta para combatirla. Con ambos autores hacemos un recorrido por la memoria con la vista puesta en el presente y en el futuro. Hablamos de los crímenes del fascismo y de la estigmatización de quienes luchan contra el odio, pasando por el papel de los medios de comunicación, de los cuerpos policiales y de las izquierdas.

La forma como arrancáis los dos libros es bastante similar. En uno de los primeros capítulos de Todos los colores del negro Jordi recuerda el asesinato de Roger Albert a manos de un grupo de neonazis a principios de los 2000. ¿Por qué partes de aquí?

Jordi Borràs: El caso de Roger Albert es uno de los hechos que a mí me tocan de cerca en muchos sentidos: yo tenía 23 años y lo conocía desde pequeño; pero, además, esto ocurrió a unos 300 metros de mi casa. El silencio que rodeó este caso fue muy bestia. Se trata de un crimen de odio más, uno de tantos, que ha quedado enterrado en el olvido. Son muertes de segunda, e incluso la investigación policial y el procedimiento judicial así lo demuestran.

Al inicio de Antifascistas, se sitúa el lector en la temática a partir del asesinato de Guillem Agulló, el cual, dice Miquel, "despertó algo en una generación de jóvenes que empezaba a interesarse por la política".

Miquel Ramos: A principios de los noventa ya se habían producido otros crímenes de odio perpetrados por grupos de neonazis, como el de Lucrecia, una mujer migrante y negra asesinada en Madrid, o el de Sonia, una mujer trans que fue asesinada en Barcelona. El caso de Guillem, además, fue un aviso a la gente joven que empezaba a interesarse por la política: la violencia neonazi apuntaba ya no sólo hacia los colectivos vulnerabilizados por los que nadie se preocupaba, sino que atacaba directamente a los que defendían unas ideas políticas. Guillem era independentista y un antifascista militante, y la gente de mi generación que empezaba a interesarse por estos temas lo sintió como suyo. Era una apelación directa: podría haber sido cualquiera de nosotros.

Yo diría que este hilo se mantiene, que esto ha ocurrido con varias generaciones de jóvenes. ¿Por qué fue un caso tan icónico?

M. R.: Hasta entonces no había habido en nuestra generación ningún caso así. Posteriormente habría más: el asesinato de Carlos Palomino, el de Richard, y mucha violencia que no acabó en asesinato, pero que produjo mucho miedo y un clima de hostilidad absoluto. El caso de Guillem sigue siendo un símbolo del antifascismo también por el trabajo que han hecho la familia, los amigos, e incluso la gente que no lo conoció, pero que hizo suya la causa. No sólo por el crimen en sí, sino por cómo se desarrolló el juicio, la impunidad, la criminalización que recibió la víctima, y por la banalización por parte de los poderes públicos. Treinta años después todavía sigue el compromiso de toda la gente que en ese momento dijo: "Ni olvido ni perdón" y que la lucha continúa.

Existen otros elementos comunes en ambos libros. Uno de estos elementos es la figura de Xavier Vinader y el reconocimiento de su labor periodística escrutando la extrema derecha. ¿Hasta qué punto supuso un punto de inflexión en el periodismo de investigación?

J. B.: Xavier Vinader es el padre del periodismo de investigación actual. Ya había periodistas de investigación y referentes de antes de la dictadura, pero Vinader practica métodos innovadores y realiza un periodismo muy militante. Aquí se junta una serie de factores, como el hecho de que una parte de los medios de los setenta apuestan por la investigación y que, con la Transición, existe un escenario de posible ruptura, aunque después se desvanece y se produce el gran pacto del 78. Este periodismo molesta y los empresarios comienzan a retirarse, pero el legado de Vinader lo mantienen todavía varios medios, como puede ser La Directa o cómo puede ser CRÍTIC, medios y periodistas que entienden el periodismo como una herramienta de transformación social. Entonces, hay alguna gente que, por deslegitimar nuestro trabajo, nos dice que somos activistas en vez de periodistas. Yo soy honesto con lo que hago, y los datos no me los invento: salen de algún sitio.

M. R.: No hay mayor activismo dentro del periodismo que el que no cuestiona el statu quo. Quienes nos dedicamos a esta profesión con voluntad transformadora lo hacemos porque entendemos que el periodismo debe fiscalizar el poder, no hacer propaganda. Y vivimos en un Estado donde la extrema derecha forma parte del poder. También hay muchos periodistas que han tratado de esta cuestión de forma honesta y valiente desde los medios convencionales e incluso conservadores, y este compromiso también implica romper el mito del periodista escéptico, que hace de notario de la realidad: si los que se sitúan por encima del bien y del mal, posiblemente para estigmatizar a los que tomamos partido, nos quieren decir que somos activistas, pues nos llamen cómo quieran.

¿La extrema derecha no debe tener voz en los medios de comunicación o, por el contrario, se le debe dejar participar para confrontar sus ideas?

J. B.: Es que muchas veces, con la excusa de confrontar, lo que se busca es el espectáculo. Debemos partir de la base de que, como decía Matteotti, el fascismo no es una opinión: es un crimen. No es lo mismo un debate entre fuerzas progresistas, liberales y conservadoras, por muchas discrepancias que haya, que si se añade una organización de la extrema derecha. Es una trampa que, desde una concepción pseudoliberal, se diga que todas las opiniones son respetables. Pues no, y éste es el gran error que hace que muchas veces se dé espacio a ideas potencialmente criminales.

M. R.: El debate no es si hablar o no hablar de la extrema derecha. De hecho, durante los años noventa nos quejábamos de que no se hablaba de ello, y eso cambió cuando los crímenes que cometía ya no podían esconderse. El tema es cómo hablamos de la extrema derecha, y una de las premisas básicas del periodismo, aparte de desmontar sus mentiras, es no comprar sus marcos. Muchas veces no hace ni falta invitar a la extrema derecha y que te cuente lo peligrosa que es la inmigración, los okupas, cómo de egoístas son los catalanes o cómo de caprichosas son las feministas, porque de ello ya se ocupan algunos medios de tener una programación que, día tras día, abona estas tesis. Muchas veces siembran los marcos de la extrema derecha, que después recoge sus frutos.

En Antifascistas hablas de la estigmatización del antifascismo, de la reducción de este movimiento a una tribu urbana. ¿Qué implicaciones tiene ese reduccionismo?

M. R.: Esta lectura interesada es una estrategia para negar que existe un problema. Hablar de la violencia de la extrema derecha hacia diferentes colectivos y reducirla a una pelea entre tribus urbanas es una forma intencionada de despolitizar el conflicto y criminalizar a los únicos que han combatido la amenaza que supone. Éste era el relato del poder y es un discurso que todavía se reproduce cuando se pone en el mismo saco a quien demuestra que el problema es real, y el victimario; los fascistas y los antifascistas, los racistas y los antirracistas, el machismo y el feminismo.

J. B.: Incluso el PSOE ha caído en la trampa de entender el antifascismo como una idea radicalizada y violenta. Debemos proclamarnos orgullosamente antifascistas en el momento en que nos proclamemos demócratas. Y esto cada uno debe hacerlo como quiera: yendo a una manifestación o hablando con el vecino. No sólo existe el prototipo mental de joven antifascista encapuchado, que también lo necesitamos para hacer frente a la calle. La cuestión es que, en Alemania, el grueso de quienes plantan cara es mucho más amplio, porque también incluye a los democristianos, los socialdemócratas o la Iglesia luterana. Aquí, esto, no lo veo.

¿La concepción de las agresiones de la extrema derecha y de la respuesta antifascista como si se tratara de "dos tribus urbanas confrontadas" o de una "batalla entre bandas" también está en el imaginario de los cuerpos policiales?

M. R.: ¿Pero a qué banda pertenece Violeta Friedman, superviviente del Holocausto? ¿A qué tribu urbana pertenece Xavier Vinader? ¿Y los supervivientes de Mauthausen? Obviamente, no es una batalla entre bandas; es una batalla de los derechos humanos y la democracia contra quienes se la quieren cargar. Este relato falso ha sido institucionalizado por parte de los medios y de la propia policía, que no sólo trata todo como si fueran tribus urbanas, sino que, además, tiene una doble vara de medir. La violencia policial que se ejerce contra los movimientos sociales de izquierdas, ya no sólo los antifascistas, no la vemos cuando existen manifestaciones de extrema derecha. Son hechos objetivos. Que cada uno saque sus conclusiones.

En ambos libros denunciáis la connivencia entre la extrema derecha y la policía. ¿Esta es la consecuencia del hecho de que no existió una depuración dentro de los cuerpos policiales después del régimen franquista?

J. B.: Podemos encontrar vínculos entre los cuerpos policiales y los primeros grupúsculos de extrema derecha a principios del siglo XX: la Liga Patriótica Española, por ejemplo, se fundó en 1918 en Barcelona y tenía el objetivo de combatir el catalanismo, que entendían que era la personificación de la amenaza contra España. ¿Y quién estaba dentro de esta organización? Policías, carlistas urbanos, militares, etc. Este vínculo ha existido siempre y ha perdurado hasta la fecha. Y la dictadura lo endurece.

M. R.: Y si todavía continúa es porque no hay voluntad política para romperlo. Yo he publicado varias informaciones que me han filtrado agentes con tal que no revele la fuente, porque tenían miedo. Que un policía que se considera demócrata deba recurrir a un periodista para denunciar prácticas absolutamente antidemocráticas con tics fascistas, y que no exista sanción alguna, es por falta de voluntad. Únicamente. No es normal que haya agentes en un bar tomando café bajo una bandera de la Falange y vestidos de uniforme. O que en un chat digan que hay que fusilar a media España. Quien no vea que existe un problema, es que está un poco ciego.

En España, la mayoría de fuerzas políticas, incluso las progresistas, nunca han condenado el terrorismo de Estado, los GAL, ni la utilización de la extrema derecha en la guerra sucia contra el independentismo y las izquierdas.

M. R.: Esto sería cómo reconocer un mal que no están dispuestos a reparar. El Estado no sólo no se hace responsable de sus propias miserias, sino que también ha indultado a los artífices del terrorismo de Estado. Pero, claro, ¿qué se puede esperar de un Estado donde torturadores del régimen, como Billy el Niño, mueren con las medallas puestas? España tiene muchas cuentas pendientes con las víctimas que ella misma ha provocado. Y aquí, quien ha dado una lección en el sentido contrario es la sociedad civil, las propias víctimas e incluso algunas de las víctimas de ETA, que han exigido que también se reconozcan las causadas por el terrorismo de Estado.

Siguiendo con el papel de la izquierda española, Jordi es muy crítico con el hecho de que voces cómo las de Pablo Iglesias, en su momento, vincularan al independentismo con el despertar del fascismo.

J. B.: Mi lectura es que Iglesias, a su modo, también se sumó a la ola españolista. Es una animalada del nivel de que alguien de Die Linke diga que la culpa de la aparición de Alternativa por Alemania fue de los refugiados sirios. Es como decir que el feminismo ha despertado al fascismo. Pero, en cambio, esto no se le habría ocurrido decirlo. Entonces, ¿por qué ocurre? Pues porque el anticatalanismo, en el Estado, suma; seas de derechas o de izquierdas.

Miquel, de hecho, se lo pregunta directamente cuando entrevista a Pablo Iglesias en su libro.

M. R.: Iglesias ha conocido el antifascismo desde dentro y ha sufrido la violencia de la extrema derecha. Yo le pregunté por esa frase y él matiza sus palabras. De todas formas, sí que es cierto que el anticatalanismo suma en el Estado español, ¡y en el País Valenciano ni te cuento! Ha sido la bandera de la extrema derecha desde la Transición hasta la actualidad. Y aquí lanzo una pregunta: es evidente que no todas las personas que se manifestaron en contra del referéndum lo hicieron desde posturas no democráticas, pero ¿cómo es posible que todo el rédito de este discurso lo haya obtenido la extrema derecha? Alguna reflexión tendrán que hacer. ¿Por qué iban con la misma pancarta en las manifestaciones contra el independentismo? Posiblemente hubiesen podido hacerlo mejor si el marco no hubiera sido el del "A por ellos"; sin embargo, en el momento en que todos entran en este relato, la extrema derecha está bien cómoda.

Al respecto, después del 12-O de 2016 y en más de una ocasión, Jordi, has dicho que te preocupa más el hecho de que partidos democráticos se hayan manifestado con la extrema derecha que las mismas concentraciones de la ultraderecha. ¿El PP, C's e incluso el PSC han blanqueado la extrema derecha?

J. B.: ¡Por supuesto! Tenemos la foto de Miquel Iceta manifestándose junto a Ortega Smith, detrás de una pancarta de Sociedad Civil Catalana, junto a dirigentes del PP y de C's, y delante de toda la fauna de la ultraderecha nazifascista. Aquella foto, no hay nada que la borre. El PSC ha jugado a ese juego; ya lo hizo en el 2014, cuando se creó Sociedad Civil Catalana: Joaquim Coll, que había estado en el Partido Socialista, estuvo junto a Jorge Buxadé, uno de los fundadores de la entidad, que ahora está en Vox y que ya había sido candidato de la Falange en dos ocasiones. Pero es que, como decíamos, debemos tener en cuenta que el Partido Socialista fundó una banda armada con mercenarios de la ultraderecha. Pueden hacer las declaraciones que quieran, pero la realidad es ésta.

¿Eso ha ayudado a que Vox esté dónde está?

J. B.: Claro. El gran éxito de la extrema derecha no es ser tercera fuerza en el Congreso, sino que haya partidos que hayan asumido buena parte de sus propuestas y proclamas. Se han derechizado los parlamentos: esta es la victoria de la derecha populista. Fíjate en que la aplicación del 155, que avaló el PSOE, sólo la reclamaban los pocos militantes que reunía Vox ante la Subdelegación del Gobierno en Barcelona, cuando nadie sabía lo que era el artículo 155. La extrema derecha española ya era una realidad, y eso lo demuestra el ascenso de Vox en sólo cinco años, pero aquí, además, ha tenido un acelerador turbofacha: la gasolina ya estaba, y todos estos partidos han colaborado. Sobre todo, Ciutadans, que es el paradigma de la alfombra roja que se ha puesto a la extrema derecha.

También denunciáis la impunidad con la que ha actuado la extrema derecha. En España no fue hasta la reforma del Código Penal de 1995 que la provocación al odio o la negación del Holocausto se tipificaron como delitos. ¿Para qué ha servido esta figura jurídica?

M. R.: Era uno de los reclamos de las víctimas; pero, cuando llega esta legislación, ocurre exactamente lo mismo que está intentando hacer Vox con la ley contra la violencia machista: se desnaturaliza. El delito de odio fue creado para proteger a los colectivos que son víctimas de un odio estructural, como es el racismo, la homofobia y todos los discursos que abandera la extrema derecha. Si acabas condenando por delito de odio a alguien que se manifiesta contra la homofobia o contra el racismo, esta herramienta se convierte en un instrumento del Estado contra la disidencia. Yo no soy partidario de abolir esta figura legal, sino que se interprete bien. Hay que reconocer que existe un problema estructural; negar su existencia te exime de actuar en consecuencia para corregirlo.

Habláis de la capacidad de la extrema derecha para reinventarse, de su mutación en cuanto a la estética, a los discursos, a las formas. ¿La respuesta del antifascismo, ante este neofascismo, también debe repensarse?

J. B.: La extrema derecha ya no va con la cabeza rapada ni con botas con la puntera de hierro. Esta imagen ya es anecdótica, aunque todavía exista. Sin embargo, conservan el trasfondo de las mismas ideas, pero con filtros más asimilables por el grueso de la sociedad. Han aprendido a utilizar la democracia para dinamitarla desde dentro.

M. R.: La respuesta antifascista se ha ido adaptando al contexto. Yo hablo del antifascismo desde los ochenta hasta la actualidad y doy fe de los colectivos y movimientos sociales que incorporaron el antifascismo como una lucha más de todas las demás que se hacían. Y hablo de la sociedad civil actual, que lucha contra la precariedad en los barrios para evitar la desconexión entre vecinos, que es cuando la extrema derecha lo aprovecha para insertar su mensaje de segregación. Hay tantos frentes antifascistas como rendijas por donde se pueden colar las ideologías del odio, y es aquí donde apelo directamente a los políticos: no les pido que hagan discursos brillantes contra la extrema derecha, sino que hagan políticas valientes para desactivar la pobreza y la precariedad.

¿Qué explica que en toda Europa surjan movimientos de estas características?

J. B.: Hay un mar de fondo a tener en cuenta: la crisis de la socialdemocracia. La izquierda europea, por lo general, se ha preocupado más de encajar en los marcos de los mercados y de la Unión Europea que de dar respuestas a su electorado. Hay una gran bolsa de votantes, de gente que ve que las distancias entre los más adinerados y los más empobrecidos son cada vez mayores, a la vez que se difumina el espejismo de las clases medias. Todas estas personas sienten que son las perdedoras de la globalización, las que han pagado los platos rotos. Entonces la extrema derecha, que es como una banda de buitres, ha ido de cara.

Ahora nos encontramos en un momento complicado, de fuerte crisis política que genera desafección entre la ciudadanía, con un aumento generalizado de precios, la inflación, y unas respuestas que mucha gente percibe como insuficientes por parte de los gobiernos pretendidamente de izquierdas. ¿La extrema derecha capitalizará ese descontento social?

M. R.: Si el resto de políticos con capacidad para revertir esta situación no lo hacen, es muy probable que la extrema derecha lo capitalice. De hecho, ya lo estamos viendo. Y esto no se debe a que sea muy hábil, que en parte lo es, sino por una falta de compromiso de determinados políticos. No vale decir "Todos los que se manifiestan son de extrema derecha", o "Votadme o vendrá la extrema derecha". ¿Pero tú qué estás haciendo para evitarlo?

J. B.: Por incomparecencia de la izquierda, la extrema derecha ha ocupado la calle: se manifiesta en nombre de las libertades, con la voluntad de llegar a gobernar y, precisamente, cargarse las libertades. Hay que hacer buenas políticas, porque la gasolina de la extrema derecha es el mal gobierno.

¿Cómo se ha situado la extrema derecha frente a la guerra en Ucrania y frente a personajes como Putin?

J. B.: La extrema derecha europea está dividida. En Hungría, Orbán es aliado de Putin; algo que la oposición ha utilizado pero que no ha servido para que no vuelva a ganar las elecciones. En Francia, Le Pen tuvo que destruir parte de la propaganda electoral porque salía una foto de ella dándose la mano con Putin. Por lo general, encontramos más apoyo a la causa ucraniana, pero en el seno de partidos como Vox hay diferentes opiniones. Y es que Putin ha trabajado en los últimos años, dando dinero a buena parte de la extrema derecha europea para intentar reventar Europa desde dentro.

También se ha hablado bastante del batallón neonazi Azov y del peligro que representa que gente de ultraderecha vaya a la guerra y aprenda técnicas de batalla y experiencia sobre el terreno.

J. B.: Esto es un peligro como una casa. En la guerra del Donbass de 2014 tomó mucha relevancia el batallón Azov, que ahora es un regimiento y que forma parte del ejército regular de Ucrania. Y cuidado con esto, porque quiere decir que también estamos armando neonazis. No se puede tomar la parte por el todo, claro, pero las inteligencias de distintos gobiernos de Europa ya alertan de que el peligro terrorista más inminente que tiene el continente es la creación de grupos armados de ultraderecha. La guerra de Ucrania puede acelerar la creación de estas células.

¿El auge de la extrema derecha española también es una de las consecuencias de la desmemoria o del bajo compromiso con la memoria histórica?

J. B.: Sin duda. Si olvidamos de dónde venimos, estamos condenados a repetir la historia. De hecho, una de las obsesiones de la ultraderecha es incidir en las políticas de memoria histórica para tratar de dinamitarla. Y aquí ni siquiera ha hecho falta: la memoria está enterrada en los arcenes de las carreteras.

¿El feminismo, el colectivo LGTBI, el antirracismo y la clase obrera, que están en el punto de mira de la extrema derecha, tendrán que articular un frente común antifascista ante la posibilidad, muy real, de que gane aún más peso institucional?

M. R.: Las alianzas son fruto de determinadas circunstancias y también del contexto. Yo pienso que deben explorarse todo tipo de estrategias amplias, que requieren mucha generosidad, para poder llegar a un consenso de mínimos en la defensa de los derechos humanos. Una agresión de la ultraderecha, aunque sea contra personas que no pertenecen a tu grupo, es un ataque contra todos. Hay grupos antifascistas que se organizaron antes de que mataran a Guillem Agulló: la extrema derecha ya había matado a migrantes, personas LGTBI o personas sin techo, y alguna gente entendió que esto era un peligro. En el momento en que la gente asuma que los ataques de la extrema derecha son contra nuestros vecinos, son contra todo el pueblo, y cuando tome partido, habremos avanzado como sociedad libre.

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