Salvador Illa: el candidato asintomático
Illa es de profesión filósofo, con lo que se le presume amante de la verdad (filo-sofía), pero de condición político, con lo que prevalece una innata inclinación a la mentira. Lo demostró palmariamente al declarar públicamente el pasado 29 de diciembre (y no era el día de los inocentes) que no iba a presentarse a las alecciones catalanes del próximo 14 de febrero, y solamente 48 horas después hacer efectiva su candidatura. Compromiso que había pactado el 17 de noviembre con el presidente del gobierno Pedro Sánchez. Es lo que tienen los asintomáticos: contagian a los demás sin que ellos se consideren responsables. Ya advertía Lord Acton en una frase que suele reproducirse amputada en su conclusión:<<el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, por eso la mayoría de los políticos son malas personas>>.
Una cosa ha quedado clara. Salvador Illa es un perfecto mandao. Y también un ignorante. Porque la víspera juraba que no encabezaría la lista del PSC a la presidencia de la Generalitat. Circunstancias ambas que perfilan al ex ministro de la pandemia como un sujeto sin atributos. Vulgo, un pobre diablo. Veremos si los vaticinios demoscópicos made in Iván Redondo, que le han catapultado como estrella emergente de la política catalana, no le aguan la fiesta. Tendrá que hacer campaña electoral en el fragor de la tercera ola como si con él no fuera la cosa. E incluso cabe la posibilidad de que para entonces algún juez inclemente le cite para responder de su gestión al frente de Sanidad. Algo huele a podrido cuando el Gobierno cifra en 50.000 los muertos por la Covid-19 y el no menos oficial Instituto Nacional de Estadística (INE) los sitúa en más de 70.000. Un <<pequeño desvío>> letal que nadie que no fuera su allegado Fernando Simón atribuiría a un <<gigantesco accidente de tráfico>>. Aunque siempre cabe argüir en su defensa aquel desdoblamiento que la vicepresidenta Calvo atribuía a Sánchez para justificar que fuera un oxímoron andante. Que una cosa es el ministro Salvador Illa y otra distinta su holograma el ciudadano Salvador Illa.
También el felipismo, en su darwiniana adaptación al medio, abjuró de principios que hasta la víspera eran de obligado cumplimiento (la república como forma de Estado, el marxismo en cuanto a ideología de referencia, y el derecho de autodeterminación como gradiente del federalismo bien entendido). Algo similar, aunque a la viceversa, es lo que estamos viendo en el despliegue del sanchismo, ese continuo vaivén de donde dije digo digo Diego, también para patrimonializar el poder. De ahí que, superando en mucho el adocenamiento del entorno social promedio, se cuestione a la balbuciente corona, se reconozca legitimidad política a la opción independentista, y hasta se problematicen los supuestos de aquella amnistía fake que troqueló al régimen del 78. En ese sentido, si se mira con perspicacia, estamos ante un corta y pega histórico. González se postuló líder de la izquierda institucional mediante un proceso de secesión con sus mayores del PSOE histórico en el exilio. Y Sánchez, por su parte, está haciendo otro tanto pero con el PSOE donde prosperó durante años como abnegado culiparlante.
De buscar una diferencia, estaría en el hecho de que mientras uno se limitó a engullir a los cuadros de un PCE situado a su izquierda, el otro se ha visto obligado a aceptarlos en su versión nominalista como compañeros de viaje en el Ejecutivo (de momento, y porque de lo contrario no daban los números). Incluso esa opción habría que matizarla. El felipismo operó su ruptura epistemológica y quebró el consenso con la memoria del frente popular tras el rotundo fracaso cosechado en el referéndum sobre la Ley de Reforma Política de 15/12/1976, donde promovió la abstención con las restantes fuerzas antifranquistas (98,73% de síes y un 2.64% de noes, siendo la participación del 77,72%). Circunstancia traumática que derivó en que las inmediatas elecciones del 15 de junio del 77 las ganará a la distancia la Unión de Centro democrático (UCD), un partido bricolaje liderado por el último Secretario General del Movimiento, el partido único de la dictadura.
Llevo mucho tiempo pensándolo, pero como carezco de dotes para desarrollarlo con un mínimo de rigor no me atrevo a expresarlo de corrido. La cuestión tiene que ver, mutatis mutandis, con el mantra <<el ser social determina la conciencia de clase>>. Quitémosle trascendencia antigua a la clase, que es una cosa que va y viene sin modificarse radicalmente, y pongamos en su lugar cultura, ese acervo de interacciones y maceraciones múltiples que nos hace (aquí Sartre: somos lo que hacemos), nos deshace y nos rehace. En pocas palabras, tengo la impresión de que la nueva normalidad que han introducido en la política los actuales dirigentes (otros hablaban de casta hasta que les toco el rango en la rifa) tiene mucho que ver con el tipo de dispositivos culturales mamados. Si comparo al PSOE de Felipe González con el de Pedro Sánchez, cuarenta años largos por medio, veo parecida metamorfosis en los <<invariables>>, pero también mudanzas. Una <<nueva mentalidad>> junto a una <<nueva contextualidad>>.
Los militantes socialistas de la vieja escuela eran fundamentalmente eso, militantes. Gentes volcadas en la refutación de la dictadura. Bien fuera en la categoría de combatientes, resistentes, disidentes o practicando el exilio interior. Hombres y mujeres expuestos a la política o por la política, y formados en la experiencia vivida o trasmitida por los que les precedieron. También personas socializadas en el compromiso de lecturas, lo que no evitó su correspondiente dosis de pragmatismo cuando el virus del poder llamó a la puerta. Todo ello configuró un tipo humano menos poroso a las tentaciones del mando único y supremo. González tuvo que amagar con abandonar el partido para purgarle del marxismo y se vio en la necesidad de convocar un referéndum con truco para vadear el problema de la pertenencia a la OTAN.
Sus sucesores sanchistas, en orden a la ética política, están en otra galaxia. Forman parte representativa de la generación Netfix. Militan en los medios y en el escalonado de los artificios demoscópicos. Para ellos no existe la opinión pública y apenas la opinión publicada. Su reino es de la opinión sondeaba. Por eso pueden decir una cosa y su contraria sin mostrar contrariedad ni aflicción. El ya citado ejemplo del brinco de Illa del servicio público al frente de Sanidad a la promoción partidista no es un caso aparte. Tuvimos un Pedro Sánchez asegurando que no dormiría tranquilo si tuviera que conciliar con Pablo Iglesias para al día siguiente pedirle esponsales, haciendo bueno el dicho del cafre Fraga Iribarne <<la política hace extraños compañeros de cama>>. Los agentes de la nueva normalidad llevan el pragmatismo oportunista en el adn.
Por eso hacen de la propaganda un arma de intrusión masiva. Peroran sobre las vacunas gratis (que pagan a cuota todos los países de la UE); envuelven sus remesas a los acordes de la bandera nacional y la leyenda <<Gobierno de España>>, con la magnanimidad de aquella marquesa que al conocer la llegada de los periodistas contestó <<que pasen y coman>>; o celebran la Trilpe A de solvencia sobre su gestión otorgada por un comité de expertos nombrados por la propia Moncloa y retribuidos con dinero público. Formarse ideológica y políticamente surfeando series en las infinitas plataformas disponibles, con su casuística irreflexiva y depredadora, en lo que todo lo posible y lo imposible, lo cabal y lo ruin, lo hermoso y lo abyecto, está a golpe de un clic o de un <<me gusta>> con emoticono, imprime carácter y deja huella cerebral. Si Marshall Mc luchan viviera hoy posiblemente cambiara aquella clásica definición de los <<medios como extensiones del hombre>> por los <<hombres como extensiones de los medios>>.
Que las acciones humanas tienen consecuencias no es un valor trasnochado. Por eso el candidato asintomático Illa no podrá zafarse de la herencia dejada. Daños colaterales que le perseguirán a trompicones durante la kermés electoral. Para tener una idea de lo que eso conlleva basta darse una vuelta por el informa anual de Reporteros Sin Fronteras (RFS) sobre la vulneración de derechos libertades perpetrados por el Gobierno de coalición de izquierdas durante la pandemia.
Sobre la falta de transparencia, RSF dice: <<Una opacidad que no ha permitido investigar los contratos de compra de material sanitario. Por no hablar del inicial sistema de preguntas filtradas por la secretaria de Estado de Comunicación. O la decisión de impedir el acceso de cámaras y micrófonos a hospitales, depósitos de cadáveres, cementerios (…) No se trata de cultivar el morbo, o de no respetar la dignidad y la intimidad, sino todo lo contario. Se trata de asumir que la muerte forma parte de la vida, y que la muerte en cantidades atroces es inaceptable y merece una explicación. Un relato. Y un luto. Que no se ha hecho. Muchos reporteros curtidos en los frentes de Libia, Siria, Afganistán, Congo o Yemen pidieron apoyo a RSF porque tenían más dificultades para hacer fotos en España que en zonas de conflicto>>.
Sobre el macabro manejo de las estadísticas, RSF recuerda: <<Todavía hoy no tenemos cifras oficiales fidedignas sobre el número de muertos causados por la pandemia en España, con una abismal e incomprensible horquilla de datos entre los que proporciona el gobierno central, los autonómicos, los registros civiles y el Instituto Carlos III (…) El ministro de Sanidad y su portavoz más caro llegaron a hablar de un “pequeño desvío”… ¡de 18.000!muertos! (…) cuando con toda probabilidad rozamos ya los 80.00 muertos (…) Parece como si España hubiera sufrido una catástrofe natural, un “gigantesco accidente de tráfico”, que nos nos conmueve más de la cuenta>>.
Este es el panorama que deja tras de sí la gestión público-privada de Salvador Illa, cuando, como en el famoso spot de El Almendro, vuelve a casa por Navidad. Al final de la escapada no está la playa.
Fuente: Cgt-lkn.org