La financiación singular de los obispos
En las últimas semanas, la esfera política española gira bastante exaltada alrededor de la financiación singular de Cataluña. Se critica de modo puntual desde los propios partidos del gobierno de coalición, y se critica de manera general desde la derecha y la ultraderecha. En todos los casos, los motivos en los que sustentan sus críticas son los mismos: se trata de un privilegio de unos españoles sobre otros, es insolidaria, atenta contra los principios básicos del estado de derecho y es inconstitucional.
Quienes defienden o critican el modelo de financiación singular para Cataluña utilizan, de momento, argumentos especulativos. Realmente nadie ha aclarado cómo se llevará a cabo esa propuesta ni las consecuencias que puede tener para la hacienda catalana y española. Políticos y periodistas no pueden más que especular a partir de la escasa información disponible. El remate sobre esta cuestión lo ponen las interpretaciones contradictorias que hacen los propios firmantes del acuerdo. La crítica más contundente que se puede hacer en este momento es la falta de transparencia.
Como laicista y firme defensor del principio de igualdad de toda la ciudadanía, me llama la atención la doble vara de medir de los políticos (partidos y personas) ante el privilegio nada especulativo de la financiación singular de esa organización religiosa denomina iglesia católica, formada por su jerarquía y su entorno. Si la financiación singular de Cataluña es un proyecto, la de la Iglesia católica es una realidad consolidada al menos desde 1979. Frente al futurible catalán muchos se rasgan las vestiduras, pero ningún partido político alza la voz contra el privilegio de los obispos, a quienes financiamos todos y todas, independientemente de nuestras creencias religiosas.
La Iglesia Católica está subvencionada por el Estado español con una cantidad estimada en más de 12000 millones de euros anuales. Dinero público, dinero de todas y todos para beneficio de un colectivo. El Estado español financia a la Iglesia Católica por dos vías, la indirecta (a través de la exención de impuestos tales como el IBI, donaciones, de sociedades, transmisiones patrimoniales, etc.) y la directa (inyección de dinero para la realización de sus actividades pastorales, económicas, para sus conciertos educativos, sanitarios, atención a la dependencia, etc.). Y especialmente destaca la asignación tributaria, mecanismo por el cual el Estado costea directamente con dinero público los salarios de obispos y curas y los gastos de la propia organización jerárquica de la Iglesia. En 2022 el montante de dicha asignación ascendió a 360 millones de euros.
Además de salarios y gastos de funcionamiento, los obispos gastaron 5 millones en campañas de publicidad (contra el aborto, contra la muerte digna y en la campaña de la X en favor de la Iglesia en la declaración de renta) y otros 5 millones en centros de formación, entre otros conceptos. Les sobró dinero (22,5 millones de euros) y en lugar de gastarlo en labor caritativa (a la que destinaron la llamativa cantidad de 0 euros), lo invirtieron en productos financieros en busca de beneficios millonarios. Cuestión añadida y aparte son las inmatriculaciones de miles de inmuebles que la Iglesia católica ha realizado con el beneplácito de todos los gobiernos habidos hasta el momento. No solo aumentó exponencialmente su patrimonio; también la Iglesia llena sus arcas todos los años con los ingresos millonarios (libre de impuestos) por las entradas y servicios relacionados con ese patrimonio.
La financiación singular de los obispos peca de todo aquello que se le critica a la propuesta de financiación para Cataluña. Pero lamentablemente la de los obispos no es una especulación, es absolutamente real. Es el privilegio de una corporación religiosa frente al conjunto de los españoles (la asignación tributaria solo la reciben los obispos católicos). Es completamente opaca (ni la jerarquía católica ni las autoridades fiscales ofrecen información detallada sobre la cantidad total transferida de forma directa e indirecta a los obispos). Es insolidaria (de los 360 millones que recibió la Iglesia católica de la declaración de 2022 no destinó un solo euro a la acción caritativa, tal y como ella misma reconoce). Y tampoco está recogida en la Constitución (solo unos días después de su promulgación se publicaron los acuerdos con la Santa Sede que dan cobertura legal a estos privilegios, acuerdos preconstitucionales en su confección).
Dando por sentado que no son aceptables los privilegios discriminatorios y especialmente los vinculados al género de las personas, al lugar de residencia o a las creencias religiosas o ideológicas, todavía se hace más incomprensible que nuestra clase política no denuncie y ponga fin a los privilegios fiscales y económicos de la jerarquía católica, cuando solo el 18,5% de la población española se autodefine como católico/a practicante. Al fin y al cabo es un porcentaje muy similar al que representa la población catalana respecto al conjunto de los españoles.
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