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Nacionales PP.Catalans :: 14/03/2007

La política de "tolerancia cero" en la ciudad de Barcelona

Jaume Asens Llodrà
Esta orientación de seguridad marcial tiene que ver con un determinado modelo socioeconómico de Barcelona. Una ciudad postindustrial, competitiva y globalizada, dominada por ciertos intereses económicos, a menudo especulativos, de importantes agentes privados y semipúblicos que actuan en la escena urbana.

"Esto de matar moscas a cañonazos es típico de los gobiernos de derechas" Pascual Maragall, El País, 12/02/02) (1)

En la actualidad los poderes públicos elevan la "seguridad’ al rango de prioridad absoluta a partir de una concepción vinculada más a la esfera de la criminalidad que a la libertad o justicia social. Lo cierto es que no se satisfacen de igual manera todas las inseguridades urbanas, unas están mas sobreprotegidas que otras, y muchos golpes en perjuicio de ellos, porque los seguratas de determinados grupos socioeconómicos se universalizan y se presentan, sobretodo por algunos media, como la "seguridad’ de todos los ciudadanos. En el terreno local los problemas de seguridad se asocian a los de civismo, que de esta forma obtiene una centralidad política totalmente inédita. Por esto, aparecen nuevas políticas de emergencia que, como en la ordenanza de Barcelona, utilizan discursos bienpensantes como el del civismo para "limpiar" las calles de la población considerada desviada o indeseable. Las soluciones son primordialmente punitivas: intensificar la actividad policíaca, prohibir actividades con fines ahora toleradas, endurecer infracciones previstas e introducir la posibilidad de detención en caso de incumplimiento de las mismas. Un nuevo escenario urbano de "ley y orden" que se basa en la idea que el castigo contundente es el medio idóneo para resolver la conflictividad urbana.

Esta es la política que ya hace más de dos décadas se puso en funcionamiento en los EE.UU. La "Tolerancia Cero" aplicada por Giuliani en Nueva York era concebida como una "guerra" -"war on crie"- contra las marginaciones surgidas en el contexto de la crisis del Estado Social de la postguerra. Esto va a significar una mayor sobreinversión punitiva para compensar la inseguridad urbana que se desprendía de la desregulación económica y la desinversión social de las políticas neoliberales en linde. Este proceso ha estado descrito como el paso del Welfare-State al Warfare-State. Las víctimas -las mismas que ahora en la ordenanza- eran los integrantes de la población consideradas menos útiles y potencialmente más peligrosos: los sin trabajo, sin techo, sin papeles, mendigos y otros marginados. Las consecuencias son conocidas: la población carcelaria va a pasar de 300.000 en los años setenta a más de 2 millones en la actualidad, en lo que Nils Christie ha descrito como el "mayor gulag contemporáneo". Aun así, esta "teoría criminológica" de los EE.UU. se fue consolidando por todas partes como "pensamiento único de seguridad ciudadana". En los años noventa se extendió a las ciudades del Reino Unido (así por ejemplo con la ley sobre el crimen y desorden aprobada por el Gobierno de Blair el 1998) y finalmente recaló a los de Europa Occidental, donde después del 11-S del 2001 recibirá un fuerte impulso, en un contexto de creciente desmantelamiento del Estado del Bienestar. Así como al Estado ya no se le puede demandar seguridad social, en su defecto, se le pide seguridad penal. En las ciudades francesas, después del 11-S, se instauró la "tolerancia cero" de la mano del superministro Sarkozy. Por ejemplo, se persigue el ejercicio de la prostitución, a los ocupas o la mendicidad, mientras se crea un "estado de excepción encubierto" contra la juventud de los extra radios urbanos, con el anuncio de prohibición de salidas nocturnas para los menores de 17 años. Desde entonces la gestión punitiva de la pobreza transforma la cuestión social en cuestión de seguridad, dónde por ejemplo los educadores de calle fueron paulatinamente subtituidos por policías o sistemas de videovigilancia. Los resultados tampoco eran difíciles de prever. En 2003, las prisiones francesas se han llenado con más de 60.000 presos. Y de esta forma, la prisión acontece lo que Loïc Wacquant denomina "gran aspirador de la escoria social": todos los componentes heterogéneos de la racaille o escoria "sarkoziana", individuos "residuales" o "excedentes" de los procesos de modernización urbana de nuestras ciudades. No obstante, la apuesta seguritaria tampoco significará más seguridad, sino al contrario. De hecho, los países que gastan más en seguridad tienen un índice más alto de criminalidad que los que gastan más en gasto social. No obstante, la lectura hegemónica posterior a los hechos va a ser justamente la contraria. Se reclamó mayor mano dura, y con el pretexto del "derecho a la seguridad’, se iniciaron nuevas reformas liberticidas que atacan solo las expresiones externas del profundo malestar social. Es decir, el denominado "síndrome del bombero pirómano". Un callejón sin salida que seguramente aumentará la desigualdad y exclusión de determinados grupos sociales, solos tratados desde instancias policiales, en el que Zygmunt Bauman ha denominado el "nuevo holocausto silencioso y continuo del siglo XXI".

En las ciudades españolas, en un contexto dónde en el 2003 la población recluida batió el récord de casi 50.000 internos, se aprobó el "Plan de la Lucha contra la Delincuencia" el 12 de septiembre del 2002, un año después del 11-S. Esto sucede en el marco de la denominada "ofensiva legal por la seguridad, contra el *terrorismo y la delincuencia" que significará la extensión de la política de emergencia propia de la lucha antiterrorista a todo el ámbito penal, penitenciario, judicial y sobre todo a la legislación de extranjería. El anterior Presidente del Gobierno, José María Aznar, prometió que con este cambio -junto con los juicios rápidos (la denominada "justicia express")- : "vamos a barrer de las calles a todos los pequeños delincuentes". Esta política tiene su referente legitimador en una de las teorías de la doctrina de "tolerancia "cero": la de los "vidrios rotos", una adaptación del dicho popular "qui vole un oeuf, vole un boeuf" (quien roba un huevo, roba un buey), que sostiene que persiguiendo los pequeños desórdenes cotidianos de la ciudad se reducen las grandes patologías criminales. Las más mínimas infracciones deben ser perseguidas de forma preventiva e inmediata para restablecer un ambiente de orden social en la calle. Así, del amplio arsenal punitivo aprobado con esta orientación, cabe destacar el aumento de las penas por las pequeñas infracciones y por los reincidentes; el agravante del delito continuado, nuevas medidas como la de localización permanente mediante el control telemático y figuras punitivas como la reconversión de tres faltas en delito (copia blanda de la ley de los "three strikes and you"re out" -tres golpes y te quedas fuera- inspirada en las reglas del béisbol y aplicada, entre otras, en Nueva York). A la práctica este cambio representará más condenados, por más tiempo y con peores condiciones.

La ciudad de Barcelona no resulta ajena a esta política de "tolerancia cero" del anterior Gobierno del PP y ya en su Plano de actuación Municipal 2000-2003 se establecen prioridades no muy diferentes a las del Plan estatal, en una gran confianza en la eficacia de las medidas punitivas para resolver la conflictividad social. Pero el punto álgido se produce con el proyecto de ordenanza del 2005: una nueva política de excepcionalidad punitiva en el espacio público que, con la excusa del incivismo, instaurará un nuevo orden urbano en la ciudad. Se trata de la respuesta punitiva reclamada desde hace años por el PP y desde hace más poco por CIU y algunos medios de comunicación, que habían impulsado la idea de una ciudad fuera de control. Así, de manera destacada, el diario La Vanguardia, desde el mes de julio, dedicó 32 portadas a señalar conductos "desviadas" que supuestamente iban en contra de la convivencia. El diario sobredimensionaba determinados fenómenos a expensas de silenciar otras. En este contexto, el alcalde Joan Clos no tardó al ceder a la presión de los sectores pro "ley y orden" y el 18 de octubre del 2005 anunció una vieja aspiración del grupo municipal del PP: la "firmeza cero" al espacio urbano con un nueva ordenanza municipal. El PSC se había dejado arrastrar por el que Joan Subirats denominaba "política de final de cañería". Desde entonces, se inicia un insólito nuevo tripartito municipal entre socialistas, convergentes y populares, que después provocará una crisis del equipo de gobierno, porque mientras ERC se incorpora al "tripartito del civismo" IC-EUiA se mantendrá firme en su oposición al proyecto.

Por otra parte, la posterior movilización ciudadana forzará la celebración de una audiencia pública, dónde también se constatará el escaso apoyo ciudadano a la iniciativa. No obstante, el proyecto de ordenanza finalmente se aprobó en medio de una gran polémica y con la oposición de IC y la mayoría de las entidades cívicas y sociales de la ciudad. La Universidad de Barcelona y la Síndica de Agravios de la ciudad, Pilar Malla, criticará duramente el nuevo texto, igual que las entidades cristianas de base que trabajan con los sectores afectados. También la consejera de interior de la Generalitat, Montserrat Tura, mostrará sus reticencias en su aplicación e incluso la secretaria general de Políticas de igualdad del Gobierno español del PSOE, Soledad Murillo, reconocerá que el texto le recordaba las "propuestas higienistas de la Barcelona del siglo XVIII, donde se mezclaba la limpieza de las calles con la persecución de las prostitutas". Está claro que en el Estado español ninguna ordenanza había ido tan lejos con su afán regulador y sancionador. Tal y como reconoció el anterior alcalde, Joan Clos, Barcelona acontece la vanguardia de este nuevo movimiento o fiebre ordenancista que intenta ampliar al máximo el margen de capacidad sancionadora de los ayuntamientos. No obstante, para varias entidades de juristas y de derechos humanos se va más allá de sus competencias locales y afecta al modelo constitucional de distribución de potestades públicas. En especial, en el ámbito sensible de derechos y libertades ciudadanas. Por esto, se interpuso un recurso ante del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, del cual muchos municipios están en la actualidad pendientes de su desenlace.

La ordenanza del civismo: Un cambio de paradigma seguritario en la ciudad

En relación a la ordenanza lo primero que hace falta decir es que la forma en que es concibe el civismo y la convivencia por parte del Ayuntamiento revela un interés en salvaguardar los intereses de unos por encima de otros. El establecimiento de una auténtica cultura cívica exige pensar los derechos y deberes en función de las diferentes capacidades y responsabilidades de los sujetos. Es decir, se trataría de perseguir no tanto los comportamientos de los colectivos más empobrecidos como aquellas de los poderes privados y públicos que fomentan las situaciones de exclusión y discriminación de nuestra sociedad. Eso significa redefinir nociones como las de seguridad, civismo y violencia. Modificar las prioridades y poner el énfasis en fenómenos como el mobbing inmobiliario, la especulación urbanística, el turismo de masas, la contaminación acústica o la polución del tráfico rodado o los problemas generados por la precariedad laboral, y no en comportamientos individuales propios de colectivos en situación de vulnerabilidad, que de hecho no dejan de ser más que la manifestación de una serie de incumplimientos de derechos fundamentales por parte de los poderes públicos. En este sentido, se puede decir que la ordenanza favorece la des-responsabilización de los poderes públicos y privados tanto en el origen como en la resolución de ciertos problemas sociales. No resulta demagógico pensar que los 25 millones presupuestados por aplicar la ordenanza se podrían invertir en políticas sociales o laborales para resolver las expresiones de muchos de los fenómenos de exclusión que intenta combatir desde políticas duras de "ley y orden", en el que se ha nombrado tratamiento punitivo de la miseria.

En este sentido, la ordenanza intenta regular un concepto tan amplio como el de convivencia ciudadana, mediante la prohibición y sanción económica de ciertos comportamientos individuales, poniendo en el mismo saco doce fenómenos absolutamente diferentes, sin distinguir sus motivaciones o causas. Resulta obvio que muchos de los fenómenos contemplados son fruto de la desestructuración o exclusión social. No se pueden interpretar y resolver de la misma forma que de otras que tienen un carácter eminentemente incívico. Por ejemplo, el vandalismo de los hooligans en contraste con el fenómeno de la mendicidad o la prostitución. Caracterizar los mendigos o prostitutas como personas incívicas, lejos de contribuir a su mayor integración social, tiende a la configuración de un imaginario de personas rechazables o indeseables, de grupos percibidos como peligrosos o perturbadores, que facilita comportamientos, cada vez más extendidos, de desprecio social hacia ellos. Hay que recordar el asesinato de la señora Rosario en un cajero en el momento de discusión del texto. En este sentido, la ordenanza representa una reformulación punitiva de la cuestión social y una ruptura del paradigma socialdemócrata del Estado del Bienestar. No se trata tanto de resocializar a los infractores como de castigarlos de forma ejemplar, sobre la creencia que no existe conexión entre su situación y la sociedad. Se consolida el mensaje que estas personas si hacen lo que hacen es porque quieren y el problema es sólo suyo. Por eso, la ordenanza prioriza la respuesta en estos fenómenos desde el ámbito punitivo y no social, dando privilegios al aparato policial por encima del asistencial, y en sentido contrario a aquello esperable de un Estado social y de derecho. La consecuencia previsible será su mayor estigmatización y criminalización, con un empeoramiento de su vulnerabilidad hasta el punto de reproducir los mecanismos de discriminación y explotación del que son víctimas. Por este camino la incorporación social de estas personas seguramente será más difícil. Si algunos de ellos pierden sus escasos ingresos de subsistencia es muy probable que ingresen en el engranaje de la maquinaria penal, en el que Loïc Wacqmant llama espiral de pauperización criminal: como más se persigue y sanciona a un pobre más fácil es que lo continúe siendo. En el caso del fenómeno de la mendicidad y la prostitución además de multas de hasta 3000 euros también se prevé la incautación del dinero obtenido de los otros ciudadanos -¿Cómo podrá la policía distinguir el origen del dinero que llevan encima estas personas?- . Además, en el caso específico de la prostitución, un año después de la aplicación de la ordenanza, ya se puede afirmar que la mayor presión policial ha precarizado más el trabajo de las mujeres, incluso desde el punto de vista sanitario (El País, 8/10/06). También ha implicado desplazar parte del fenómeno a lugares menos visibles, y a la vez menos protegidos, o a los locales de alterne, contribuyendo con el negocio de los proxenetas en detrimento de la autonomía o independencia de las mujeres. En este sentido, algunos han comparado los efectos higienistas de la ordenanza con antiguas leyes como la de Peligrosidad y Rehabilitación Social o de Vagos y Maleantes. Ambas normativas, aún y con las evidentes diferencias, se sustentan en un imaginario social punitivo no demasiado diferente. El objetivo primordial parece ser, más que reprimir hechos o acciones concretas, "borrar" (de la ciudad, de la vista) todo comportamiento o actitud de los individuos encuadrables en algunos de los supuestos de peligrosidad social (2). Por tanto, la redefinición de los actores y problemas urbanos vinculados al incivismo produce un retorno a aquella política más orientada a la prevención y profilaxis de las "patologías urbanas" que no a su tratamiento desde instancias sociales.

Otro objeto de crítica de la ordenanza ha sido la regulación restrictiva del espacio público y la participación política. Las expresiones de las oposiciones o disidencias político-culturales de la ciudad, inherentes a su conflictividad urbana, son contempladas como peligrosas y merecedoras de vigilancia, y eventual prohibición. En este ámbito, la ordenanza no hace una regulación de mínimos estrictamente orientada a garantizar la preservación de las relaciones de convivencia sino que realiza una apuesta por una gestión del espacio público basada en un modelo policiaco de intensa intervención administrativa. Las libertades constitucionales de los ciudadanos quedan confiadas a formas de tutela administrativa no rígidamente delimitadas por la ley. Por ejemplo, la ordenanza otorga nuevas facultades a las autoridades municipales por impedir los actos públicos organizados por motivos tan amplios como la "seguridad, la convivencia o el civismo". Eso se ha traducido a la práctica en la prohibición de una cantidad innumerable de actos y actividades, con el consiguiente control sobre formas esenciales de ejercicio de libertades ciudadanas. De hecho, esta medida a quien está afectando más en la actualidad es a aquellas personas y colectivos con menos recursos económicos o dificultades para acceder a los medios o canales convencionales de incidencia pública. Permitir y garantizar que se escuche la voz de aquellos que sufren privaciones o discriminaciones de cualquier tipo, por minoritarias que sean, resulta fundamental para preservar la esencia del sistema democrático. En este sentido, hay que recordar que los barceloneses históricamente no sólo han participado en iniciativas públicas festivas o cívicas patrocinadas oficialmente o toleradas por las autoridades. Por el contrario, el espacio público ha sido sobretodo el escenario privilegiado para la expresión del descontento, donde los ciudadanos han podido interpelar críticamente a los gobernantes. Las manifestaciones por el derecho a la vivienda y la ciudad iniciadas en el 2006 son la última expresión de esta larga tradición de rebeldía y contestación social. Otro ejemplo: se llega a prever multas de hasta a 3.000 euros por hacer pintadas, enganchar carteles o repartir folletos. Una cantidad que resulta absolutamente desproporcionada, sobretodo si tenemos en cuenta que en la ordenanza del 1998 no podían superar los 450 euros. Hay que recordar que en la actualidad en nuestra ciudad puede resultar mucho más caro enganchar carteles que hacer mobbing inmobiliario a un inquilino, una práctica que resta en la mayor parte de los casos en la más pura impunidad.

Esta orientación de seguridad marcial tiene que ver con un determinado modelo socioeconómico de Barcelona. Una ciudad postindustrial, competitiva y globalizada, dominada por ciertos intereses económicos, a menudo especulativos, de importantes agentes privados y semipúblicos que actúan en la escena urbana. Se trata de neutralizar o expulsar toda disonancia urbana -ya sea de disidencia o pobreza- que perturbe el campo visual de la ciudad con problemas sociales que no están en la agenda pública. Manuel Delgado lo describe como "el sueño de un espacio desconflictivizado". Eso sucede en un centro histórico donde también se ha producido otra expulsión: la de las clases populares en la periferia urbana, sustituidas por otras más solventes y adaptados a la nueva remodelación urbana. Los usos residenciales y tradicionales del antiguo tejido social dan paso a los nuevos usos terciarios en boga: actividades de ocio y consumo, localización intensiva de oficinas, hostelería, etc. El objetivo es crear espacios físicamente ordenados y limpios, que faciliten su rentabilidad económica, aunque social y espiritualmente más débiles. Los turistas y consumidores se han de sentir más seguros. La calle ha de ser un lugar de paso, donde no se puede permitir que nadie moleste el libre tránsito de las personas ni perturbe la buena imagen de la ciudad. Por tanto, la terciarización de la ciudad comporta una mayor sobreinversión seguritaria que la garantice, en un contexto donde la creciente hipertrofia punitiva corresponde a una atrofia social en políticas públicas que articulen respuestas a fenómenos como el de la actual crisis residencial de la vivienda en la ciudad.

Por último, hay que señalar que la ordenanza otorga un poder atípico a la policía y amplía su campo de acción hasta extremos difícilmente controlables e inimaginables hace unos años. Por ejemplo, la ordenanza incorpora facultades reconocidas por la controvertida ley de protección de seguridad ciudadana, la llamada ley Corcuera. En la actualidad, un agente de la Guardia Urbana podrá trasladar a la comisaría un ciudadano que no ha podido ser identificado por una simple infracción leve. Por otra parte, esta situación se agrava porque el texto utiliza una técnica jurídica basada en conceptos sancionadores demasiado abiertos y amplios, propio de la dinámica administrativa y policíaca de otras épocas. En un Estado de Derecho todo lo que no está prohibido está permitido, y el ciudadano lo tiene que saber de forma clara y precisa (principio de seguridad jurídica). Además los espacios de discrecionalidad policíaca aumentan frente a la dificultad de interpretar la concurrencia de muchas de las infracciones tipificadas. Por ejemplo, en el caso de la prostitución: ¿cómo podrá la policía conocer el contenido de la conversación entre dos personas y probar que ha existido un ofrecimiento o negociación de servicios sexuales? ¿Se sancionará a las mujeres por su aspecto o forma escandalosa de ir vestidas? ¿O quizá por hablar con un viajero? Otro ejemplo del capítulo IX de "Uso impropio del espacio público": el artículo 58 tipifica como una infracción el uso de los bancos públicos "por usos diferentes a los que están destinados". No obstante, no está claro cuales son estos usos: ¿tan solo está permitido sentarse? ¿Se puede jugar a las cartas con los amigos? También tipifica limpiarse o bañarse en las fuentes: ¿no nos podemos limpias las manos? En el capítulo X se prohíben actividades y servicios no autorizados, su consumo y demanda: ¿es posible que se sancione tirar cartas a un amigo o darle un masaje en un parque público? Resulta obvio que esta indeterminación jurídica puede producir situaciones de abuso o arbitrariedad policial, que aumentará tanto la conflictividad social y judicialización de la vida de las personas como el control o tutela de los derechos y libertades.


Notas:

(1) El Presidente de la Generalitat, Pascual Maragall, en plena discusión de la ley del botellón del Gobierno del PP, discussió de la llei del botellón del Govern del PP, dijo que "los catalanes no sabemos qué es el botellon" y lamentaba que "toda España tengamos que comernos el botellón de la Malasaña con nuestros impuestos, un fenómeno que no conocemos", para después acabar rematando el argumento diciendo que "esto de matar moscas a cañonazos es típico de los gobiernos de derechas". Esto sucedía tres años antes de que el Ayuntamiento de Barcelona aprobara las ordenanzas municipales dónde se sanciona de forma contundente no sólo el fenómeno del denominado "botellón" sino en general beber bebidas alcohólicas en la calle.

(2) La Ley de Vagos y Maleantes del 4 de agosto de 1933, con la extensión del 15 de julio de 1954, tenía como objetivo criminalizar conductas inmorales, como mínimo, invisibilizarles. Es decir, se trataba de "limpiar la calle del vicio", poniendo fuera de la ley a todos aquellos grupos humanos que eran percibidos como fuente de desorden. La ley perseguía de forma contundente a los individuos encuadrables en algunos de los supuestos de peligrosidad social - a los "vagos habituales (art.2), los "mendigos profesionales", "quienes ejercen la prostitución" (art.4), "quienes explotan juegos prohibidos" (art.5) o a los "sujetos ebrios y toxicómanos habituales" (art.6), entre otros colectivos-.


Jaume Asens Llodrà, es vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados.

 

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